Viajar y disfrutarlo es un privilegio. Viajar es abrirse a la posibilidad de ser, por un rato, otro que uno hubiera podido ser y no es. Es poder tomarse un recreo y ser como uno podría haber sido si hubiera crecido en otro lado. Es explorar cómo uno sería si no hubiera comido tanto bife a la plancha cuando era chiquito, o si no hubiera jugado tanto a las escondidas., o no hubiera cantado "Aurora" todos los días antes de entrar al colegio... es jugar con la posibilidad de ser uno mismo con otro presente, o sea otro. Y especular con cómo sería si uno hubiera tenido otro pasado. Todo ese juego está presente en cada viaje. Pero cuando vengo a España, donde construí una especie de mini-rutina, una mini-vida cotidiana que dura algunas semanas todos los años, ese juego gana una potencia mucho mayor. Me instalo en casa de mis amigos, donde tengo algunas ropas que dejo guardadas, me voy al supermercado donde elijo algunas cosas de acá que ya conozco, que ya sé que me gustan: una marca de gazpacho pronto para tomar, unas natillas, un determinado jamón... entro a las páginas de internet de "El País" y me enojo con las nuevas miserias del Partido Popular, hablo de cómo pega la crisis (claro, también comento sobre la situación en Brasil)... voy a la computadora y planifico mis actividades, compro un pasaje en el AVE a Madrid en la página de RENFE... a eso de las 11 bajo con algunos compañeros del laburo de acá (generalmente con Nico y Gerardo) a tomarnos el típico cafecito con una medialuna y a las 3 de la tarde almorzamos en el restaurante universitario. Todo eso como si esto fuera parte de la vida cotidiana. Todo esto me vuelve un poquito otro, me enojan otras cosas, extraño otras cosas. Me encanto y desencanto con otras cosas. Soy un poquito otro, y no está nada mal.
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